domingo, 30 de marzo de 2014

Brasil, 50 años después: la verdad y la impunidad

Dilma con Fidel en Cuba, durante la Cumbre de Celac. Foto: Alex Castro
Dilma con Fidel en Cuba, durante la Cumbre de Celac. Foto: Alex Castro
Mañana, 31 de marzo, se cumplen oficialmente 50 años de la Revolución brasileña. Es decir, medio siglo del golpe cívico-militar que derrumbó al gobierno de João Goulart e instauró,bajo el sello de la palabra Revolución, así, con mayúscula, la dictadura que duró 21 años.
En la víspera de la fecha aciaga, hay un poco de todo en Brasil.
Están los nostálgicos, que todavía sueñan con la vuelta de los militares, y que no son pocos. También están los que no olvidan aquellos tiempos maléficos. Y están los indiferentes, que consideran que revolver el pasado es algo prescindible. Ésos son la mayoría, y defienden un silencio revelador del rechazo crónico de los brasileños frente a un pasado infame. Son generaciones formadas (o más bien deformadas) por años de dictadura, a la que siguieron el primer civil en ocupar la presidencia, José Sarney, y luego el primer presidente electo por voto popular, Fernando Collor de Mello.

Sarney, que a lo largo de la dictadura fue uno de los líderes políticos del régimen en el Congreso, se hizo el primer presidente civil gracias a una jugarreta del destino. En 1984 no había elección presidencial. Tancredo Neves, un conservador austero, fue elegido por sus pares del Congreso, pero murió sin haber asumido la presidencia. Fue reemplazado por su vice, José Sarney. De esa forma, en una ironía amarga, el primer presidente civil desde 1964 era el mismo hombre que había defendido al régimen que impedía elecciones.
De todas formas, bajo su presidencia se levantaron las leyes de excepción y se votó una nueva Constitución.
En 1989, los brasileños fueron convocados a las urnas por primera vez desde 1960. Eran millones de electores que jamás habían votado para presidente. Ganó Collor de Mello, apoyado por el empresariado y los grandes conglomerados de comunicación, que temían una victoria de Leonel Brizola, el líder más consistente de la izquierda, o de un dirigente sindical radical, Luiz Inacio Lula da Silva. En septiembre de 1992, el mandato de Collor fue suspendido por el Congreso, por corrupción desaforada.
Brasil, con la democracia, vive una experiencia única: tuvo como presidentes electos por voto popular a un profesor universitario que fue exiliado, Fernando Henrique Cardoso, y un dirigente sindical que fue preso político, Lula da Silva. Y ahora ocupa la presidencia una mujer que pasó dos años de su juventud detenida y torturada por integrar una organización armada de resistencia a la dictadura, Dilma Rousseff.
Quedan de la maldita herencia dejada por la dictadura varias cuentas pendientes y preocupantes.
Entre ellas, una amnesia muy bien cultivada por las elites y las clases medias. Para la mayor parte de la sociedad brasileña, es más cómodo olvidar que volcarse al pasado y buscar la memoria, rescatar la verdad y, a partir de esa verdad, aplicar la justicia. Predomina un mantra reiterado hasta el agotamiento: lo que pasó, pasó. Mejor olvidar.
Sin embargo, a cada tanto aparecen pocos –poquísimos– agentes del terrorismo de Estado que, por alguna razón, deciden contar parte de lo que saben. Lo hacen al amparo de una ley esdrújula e infame de autoamnistía decretada por los militares en el comienzo del ocaso de la dictadura, y que fue ratificada de forma tan sorprendente como abyectamente cobarde por el Supremo Tribunal Federal hace cuatro años.
Uno de ellos es el coronel retirado del Ejército Paulo Malhães, y lo hace con tranquilidad asombrosa. Tiene razón: la amnistía lo protege a la hora de contar cómo arrancaba los dientes y los dedos de los asesinados para impedir que los cuerpos fuesen reconocidos. O al describir con meticulosidad de jardinero cómo abría el vientre de los cadáveres que serían luego tirados a algún río, y de la precisión empleada en la hora de meterlos en bolsas de arpillera, calculando el peso exacto de las piedras para que no se hundieran totalmente ni volviesen a la superficie.
Admite plácidamente su participación en sesiones de tortura y en asesinatos. Dice que no lleva la cuenta de cuántos mató. Cuando se le pregunta sobre violencia sexual contra presas políticas, pasa de largo. Si hubo casos de abuso, habrán sido uno o dos, concede.
Hay decenas y decenas de relatos de mujeres que fueron presas y abusadas. Malhães aclara que por él, ninguna: Una mujer subversiva, para mí, es un hombre. Han sido presas algunas mujeres lindas, pero no me atraían. Yo las consideraba y considero un enemigo.
Se lo dice a la Comisión Nacional de la Verdad instaurada por Dilma Rousseff, ella misma ex presa política. Sabe que no le pasará nada.
Las Fuerzas Armadas niegan todo. Impresiona la resistencia mineral de militares en siquiera admitir que lo ocurrido en 1964 ha sido un golpe de Estado. Dicen que fue una Revolución democrática.
Es mentira, y lo saben.
Hay algo muy aclarador, muy simbólico. En verdad, el golpe ocurrió el 1º de abril. Los golpistas hicieron el calendario retroceder 24 horas porque en Brasil el primero de abril es el día de los tontos. El día de la mentira.
(Tomado de La Jornada, México)

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